CICATRIZ
Yo
sabía que él era un poeta, o que dedicaba las tardes a escribir poemas, lo que
no es necesariamente lo mismo, pero va por ahí. Al menos le reconozco ciertas
cualidades para juntar palabras y expresar en verso libre esos dilemas que yo nunca
sabia explicarme a mí mismo. Me reunía con él para inspirarme, para acumular
virtud literaria y comenzar pronto a escribir mis propios poemas.
Desde
que lo conocí en las aulas de San Marcos era una persona tímida y reservada, le
costaba hablar de sí mismo, y más aun de su trabajo literario, clandestino y
secreto para la mayoría de sus conocidos. Tal vez su carácter taciturno se debía
en parte a los grandes lentes de sol que llevaba siempre puestos y que no
conseguían disimular la cicatriz que cruzaba su mejilla derecha. Su rostro, de
por sí enjuto y puntiagudo, parecía siempre cargar con sombras personales. A mí
me confesó su oficio privado porque dijo que le inspiraba confianza y nunca lo
había juzgado por su aspecto extraño. O tal vez simplemente necesitaba
compartir sus versos con alguien y yo estuve en el lugar y el momento adecuados.
Hace
no mucho, luego del último curso del día, fuimos al Camelio, una cantina
lúgubre del centro de Lima con pocas mesas de madera gastada y muchas personas
solitarias y apesadumbradas. Sabía que solo en un lugar como ese se animaría a
compartirme alguno de sus trabajos literarios. Lo hizo después de la quinta
cerveza. Se sacó los lentes negros y leyó un poema que había escrito en una de
las hojas del cuaderno marca Loro que siempre lleva consigo. El poema trataba
sobre una taza de café que había sido reparada y rearmada muchas veces porque
se había despedazado otras muchas veces. Los versos contaban la historia de
cada caída. La primera sucedió por la emoción efusiva de un abrazo del padre al
que no volvió a ver más. La segunda caída de la taza rearmada fue algunos días
después de la muerte del padre, cuando familiares remotos y de los que nadie
sabía nada vinieron a reclamar una herencia que nadie tenía. La tercera fue
cuando él, el poeta, descubrió la juventud brumosa y vandálica de su progenitor
retratada en cartas escritas con letra fea y con abundantes errores
ortográficos. Había también archivos de la policía, documentos de identidad falsos
y muchas cajetillas de cigarros de marcas que ahora ya no existen, como tampoco
existe su padre ni ninguno de los amigos que él tuvo durante su juventud y que
eran los remitentes o los destinatarios de esas cartas del pasado. Al sentirse
traicionado, no tuvo más reacción que la de estrellar su taza contra la pared.
No sabía, narraba en su poema, quien era él, ni de dónde venía, ni por qué sus
manos se perdían entre las ausencias indeseadas de un ser que ahora era devorado
por gusanos blancos, por parásitos innombrables que yacen en los confines de la
tierra esperándonos a todos, esperando a toda nuestra carne tonta, flácida y
comestible. El poema retrataba tres caídas y tres reparaciones. Y luego se
preguntaba por qué la taza nunca se había caído de una forma en la que ya no se
pudiera reparar, una forma en la que ya no hubiera manera de juntar de nuevo
los pedazos, de reunirlos en un objeto que exista para algo, para soportar las
repetidas tazas de café que siempre bebía. El último verso es una pregunta: Es
él, el poeta amigo, preguntándose si existirá alguna persona que pueda volver a
juntar sus pedazos si él decidiera saltar al vacío desde lo alto de la torre de
telecomunicaciones un día cualquiera, el día del aniversario de la muerte de su
madre, por ejemplo.
Cuando
terminó de leerlo, yo tenía un nudo en la garganta y unas ganas enormes de
abrazarlo y compartirle mis cigarros, todos mis cigarros de marcas que sí
existen. Pero no lo hice, una suerte de pudor varonil me lo impidió. Apuramos
la última cerveza de la noche y salimos de la cantina.
No
estábamos ebrios, pero, como él vivía cerca del centro de la ciudad, me invitó
a su casa. Es decir, a su cuarto alquilado en el que solo había una cama, una
cocina pequeña, una silla y una mesa enorme sobre la que estaban todas las
cosas que necesitaba: Desde lo imprescindible para un desayuno, hasta los
libros mal apilados que se había traído del librero familiar antes de abandonar
la casa de sus abuelos. También había una laptop, lo único que compró con el
dinero que había ahorrado. Lo primero que hizo fue encender la laptop mientras
yo iba al baño. Cuando volví de haber orinado las botellas de cerveza, lo
encontré tumbado boca abajo sobre su cama. Intenté despertarlo tocando una de
sus zapatillas, no se movió, lo llamé repetidas veces por su nombre, pero no se
despertó. El alcohol y quizás las noches de insomnio lo habían aniquilado al
instante.
Como
él había apagado la luz amarilla del foco antes de echarse, solo nos alumbraban
los destellos del computador. Terminé de secar mi rostro con el dorso de mis
manos y entonces pensé que por esa noche los dos compartíamos las mismas
sombras. Decidí sentarme en la silla giratoria sabiendo que probablemente ahí me
quedaría hasta el día siguiente. Pasé la vista por el desorden de su mesa en
penumbras, moví algunas cosas y ahí encontré una taza blanca, sucia y
desgastada, atravesada por los caminos irregulares que había dejado algún
pegamento. La cogí entre mis manos temiendo desarmarla, volverla añicos. La
cogí pensando en el rostro dañado de mi amigo, la observé como quien acaba de
tener una revelación, un secreto absoluto cuyo peso podría derrumbar a
cualquiera. Aunque quedaban muchas horas para el amanecer sabía que por esa
noche el desvelo sería solamente mío.
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