Monstruos en una habitación
Small Portrait, Kay Sage |
Luego
de recogerla de los cordeles, José dejaba toda su ropa limpia amontonada en una
silla de su habitación. No la ordenaba, no consideraba necesario hacerlo, vivía
contento rodeado de ese desorden sugerente y espontáneo. Así fue hasta que su
madre decidió comprarle un ropero, un moderno y espacioso ropero color caoba.
Era un obsequio y pretendía ser una enseñanza. Su madre le dijo que estirar,
doblar y clasificar la ropa le ayudaría a organizar mejor el tiempo, y que eso
era imprescindible para desenvolverse bien en el mundo laboral.
José
no tenía problemas con lavar su ropa y tenderla. Desde los once años había
entendido el significado de la privacidad y, sobre todo, de lo simple y
divertido que resulta usar la lavadora. Sin embargo, desde que su estante de la
infancia dejó de ser suficiente, guardar la ropa le parecía una pérdida de
tiempo. No sabía doblar bien una sudadera o un pantalón y, de tanto intentarlo
sin conseguirlo, terminó amontonando y amontonando la ropa en la silla hasta
que ese terminó convirtiéndose en su lugar natural. José seleccionaba lo que
vestiría revolviendo más el revoltijo, poniéndose medias dispares y sacudiendo
la ropa como podía. Era como hurgar en tierra blanda buscando lombrices
gelatinosas o como despiojar la cabeza de un gigante hecho de trapos. Todos los
días, José emprendía una nueva exploración antes de salir de casa.
La
compra de su madre lo obligaba a enfrentarse con una de esas cosas mundanas y
simples con las que todo el mundo aprende a lidiar. El ropero ya estaba ahí y
no podía quedarse vacío. Era José quien tenía que cambiar sus hábitos y
deshacerse de ese montículo de ropa cuya silueta le había sugerido tantas cosas
durante tantas noches oscuras. Ninguna de esas cosas terminaba por asustarlo. Por
más que pensara en insectos indecibles o pulpos enormes, sabía que él era el arquitecto
y el creador. José era muy dado a los ensueños fantásticos. Veía criaturas
imposibles entre las manchas de las paredes y los arbustos del jardín. Siempre
abría las puertas de su caserón familiar esperando encontrarse con alguna
criatura mitológica,
Cuando
destruyó su revoltijo, más sin quererlo que sin saberlo, José le dijo adiós al monstruo
que vivía en su habitación.
Destruirlo
fue difícil y doloroso. Doloroso para ambos. Cuando José se puso de pie delante
de su monstruo y le arrancó más partes de las que necesitaba para vestirse, le
pareció oír un pequeño grito de dolor, se agudizaba cada vez que le cercenaba
una de sus patas dispersas por todo su ser hecho de enredos. Las medias, ahora
atadas en pares, chorreaban sangre invisible, lo mismo los pantalones,
tentáculos biformes que se resistían a desprenderse del cuerpo. Algunas veces,
José tuvo que estirar el brazo aplicando mucha fuerza para finalizar el
desmembramiento. Arrancó cajas toráxicas tatuadas con frases de tiendas
comerciales, pedazos de intestinos coloridos en forma de calzoncillos
desgastados, alas negras de insectos con cremalleras brillosas en sus bordes.
Manipuló todos los pedazos con mucho cuidado. Y, pese a no tener boca, el
monstruo seguía gritando. Así aprendió a respetar las simetrías y las
proporciones: doblando ropa con tristeza y espanto.
Como
si se tratara de una ceremonia fúnebre, José introdujo las prendas en cada
cajón del ropero, los ataúdes corredizos de su infancia.
Cuando
ya no quedaba más ropa por guardar, suspiró resignado y, tratando de no pensar
en el olor a sangre o en los hilillos de nylon que se habían quedado tirados
por el suelo, José llamó a su madre. Su madre vino a contemplar sonriente el
espectáculo de la desolación de su único hijo. Fue abriendo uno a uno cada
cajón, deslizó sus manos blanquísimas entre los tentáculos y las extremidades
sangrantes, abrió las puertas de par en par y se tomó la libertad de apretujar
una contra otra las alas de insectos que colgaban en las perchas. Luego lo
cerró todo y no se persignó, no se asustó, no supo ver los ojos tristes de su
hijo… Y acababa de ocurrir una masacre.
Aun
así, José sabía que no había decepcionado a su madre y eso alivió un poco la
nostalgia por su monstruo desmembrado y asesinado. Su madre le revolvió el
cabello con ternura, le dijo que todo se veía mejor ordenado y clasificado, que
necesitaba organizarse con eficiencia y rapidez ahora que empezaría a trabajar
como cajero en un pequeño Minimarket. A José se le acababan para siempre
las vacaciones de verano, comenzaría a contar monedas y billetes y los
ordenaría en otros compartimentos pequeños con olor a mugre.
José
le devolvió la sonrisa a su madre, la abrazó con gratitud y se despidió de ella
cerrando la puerta suavemente. Luego apagó la luz, se desnudó, se arropó entre
las colchas frías de su cama. Miró la silla vacía, el esqueleto de madera de un
ser aniquilado. Supo que no podría sentarse ahí porque nunca podría ocupar el
lugar de su monstruo. Decidió que luego sacaría la silla de su habitación como
quien carga los restos sagrados de una momia milenaria. Con el lugar oscuro y
silencioso comenzó a sentirse solo. Un escalofrío le erizó la piel, una carga
pesada luchaba por hacerse un espacio en la atmósfera enrarecida. El ropero
emanaba un aire frio, de él brotaban las nuevas sombras que se proyectaban
sobre la pared, partes de otro monstruo que acababa de entrar, uno cuya cabeza
casi rozaba el techo roñoso. Un monstruo que desde esa noche vería dormir a
José, y lo vería despertar e ir a buscar entre sus entrañas la ropa que se pondría
para ir a trabajar.
Su
madre le daba la bienvenida a su mundo obsequiándole un monstruo simétrico
color caoba.
José
no tiene muchas ideas claras sobre su futuro, pero, cuando muera, quiere que su
ataúd sea del mismo color.
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