Catorce días de mayo
Fotografía de EFE/ Sergi Rugrand |
Meses atrás me contagié de covid-19 y estuve internado en un centro médico del Estado. Para salvarme de las eternas horas de angustia y miedo, comencé a tomar apuntes. Este es el registro ampliado de esos días aciagos del 2021.
1
Abrí la puerta del taxi y, antes de sentarme en la silla de
ruedas, miré las torres de departamentos que se elevaban entre la tarde fría. Ventanas
repetidas, luces encendidas, personas enfermas que me esperaban y abrían los
brazos para recibirme, o para refugiarme del mundo exterior. Me había
convertido en una amenaza, o en un doliente cansado con el estómago vacío. La
enfermera maniobraba con destreza la silla de ruedas en que iba sentado. El
taxista se había despedido diciéndome que volvería por mi dentro de dos
semanas. Él sabía que yo saldría vivo de ahí. Yo también lo sabía. Lo que todavía
no sabía era todo lo que supone mantenerse con vida un día tras otro, un mes
tras otro. Todo lo que cuesta encontrar razones para levantarse de la cama.
2
El trayecto fue corto y silencioso. Era el único paciente
que había llegado esa tarde de domingo festivo. Suele haber una cola
considerable de autos esperando alojar a sus contagiados. Ese domingo no había
ninguno, solo estaba yo. Todos celebraban el día de la madre y yo pensaba en mi
madre que, aislada hace 5 días en uno de esos departamentos, me creía en casa,
con la familia, sano y fuerte, resistiendo su ausencia. En ese momento no
pensaba claramente, una nube se anquilosaba en mi mente, difuminaba mis ideas,
solo quería llegar a una habitación, reconocer el espacio donde iba a
permanecer durante 14 días y luego pensar en lo que vendría, en todo lo que
tendría que hacer.
3
El trámite fue breve y bastante eficiente. Me pidieron el
DNI, midieron mi presión, me dispararon un rayo para medirme la temperatura, me
preguntaron si padecía alguna alergia. No las padezco. Antes, de niño, era alérgico
a los chocolates, pero me curé quien sabe cómo. Siempre me curo quien sabe
cómo, pero esa vez no iba a ser así. En la siguiente estancia, un encargado
verificó mis datos y luego de buscar información en la pantalla, me asignó un
numero de torre, un numero de departamento y una letra de habitación. Digamos:
torre 5, piso 16, departamento B. Digamos, ya no recuerdo en qué habitación
estuve, aunque siento que debería recordarlo.
4
La misma enfermera me condujo a mi torre asignada. Durante
el trayecto que era algo más largo y en donde me sentí como un anciano con las
piernas debilitadas, traté de generar conversación. Hice preguntas absurdas. Quise
saber si el lugar siempre era así de silencioso. Me dijo que no, que se debía
al festivo. Pregunté si había muchos jóvenes aislados ahí, en la Villa Panamericana.
Dudó un poco, afirmó que unos cuantos, pero que cada vez iban llegando más. La enfermera
me dejó en recepción y se despidió amablemente. No recuerdo ningún detalle
especifico de ella. Su imagen es la de otros tantos uniformados, enguantados y
protegidos. Ojalá le hubiera visto un poco más los ojos. En los días
siguientes, mi única manera de distinguir a doctores y enfermeras será así:
mirándole los ojos, escuchando atentamente las voces, especulando sobre medidas y contexturas.
5
Una recepcionista me hizo firmar varios papeles.
Consentimientos en caso de muerte, supongo, o de accidentes trágicos en las
instalaciones. Recuerdo que uno de los documentos te comprometía a no revelar
detalles sobre el lugar, ni sobre tu habitación. No sé si al escribir esto esté
cometiendo, más que una infidencia, un delito. Pero voy a seguir adelante
porque soy el único que está leyendo esto y no sé qué diablos haré con estos párrafos.
Aliviarme las ansiedades, supongo, los recuerdos vertiginosos, y seguir
adelante. Adelante… Es un decir que no sé si supone un olvido, una superación o
una obviedad sin sentido. Como sea, con eso o contra eso, seguiré adelante.
6
Otra enfermera apareció tras abrirse el ascensor. Me vio
sentado en mi silla de ruedas, aferrado a mi mochila abultada, a mi maletín de
deportista sin deporte. Recogió una pulsera de recepción, me pidió que la colocara
en una de mis muñecas. Lo fui haciendo mientras ella me llevaba al ascensor. La
pulsera está recubierta con plástico transparente resistente al agua que lleva
anotado mi nombre, edad, DNI y otros datos que ahora están borrosos y
percudidos. Un elemento que parece propio de cadáveres en la morgue, de cuerpos
no reclamados, inmóviles y destinados al aniquilamiento. Entonces me sentí algo
más cerca de la muerte, de mi inexorable final. Tal vez por eso, el vacío en el
estómago se hizo más notorio. Mientras subíamos al piso 16 pregunté si había
almuerzo. La enfermera me dijo que la hora de comer ya había terminado, pero
que podía conseguirme algo de comida. Esa tarde almorcé adobo de pollo y apenas
sentí su sabor.
7
La habitación, pequeña y confortable, tenía lo
imprescindible para dormir, despertar, salir y volver horas después. Iba a
pasar días enteros ahí, inventándome maneras de asesinar las horas, carraspeando,
soportando el dolor de espalda. Coloqué la frazada afranelada y la almohada que
había comprado mi hermano. Me senté sobre la cama. Miré la ventana que ventilaba
la habitación. Traté de ordenar mis ideas. Lo primero era avisarle a la familia
que había llegado bien, que ya había almorzado y que solo me sentía algo
cansado. Hablé con mi hermano por WhatsApp, de inmediato acordamos seguir con
el plan de no decirle nada a mamá, de actuar como si yo siguiera en casa,
cocinando y ocupándome de la limpieza. No durará mucho, es una mentira
insostenible. Tenía que encontrar la manera de acercarme a ella, a su
habitación, que me viera bien y que no se tomara a mal que yo también estuviera
contagiado. Se lo comuniqué a la enfermera. Ella prometió consultarlo, dijo que
lo normal era que los familiares estuvieran juntos o lo más cerca posible. Desde
ese instante asumo que no me quedaré las dos semanas en esa habitación. Y así
fue. Me trasladaron a los pocos días, llevado de nuevo en una silla de ruedas,
siempre con mi mochila aferrada a mis brazos. Esos días de encierro aprendí a
aferrarme a algunas cosas, a sostenerlas en mí para no caer a un abismo, a un
pozo sin agua, al asfalto desde el piso 16. Comenzó con aferrarme a una botella tomatodo
con agua caliente, y continúa con aferrarse a las palabras, a las cuerdas
invisibles que conforman la red gigantesca del lenguaje literario.
Fotografía de EFE/ Sergi Rugrand |
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