Catorce días de mayo (partes 8-11)
Once de la mañana. Edward Hopper |
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Esa primera tarde, antes del almuerzo, me había visitado un doctor. Dijo que el tratamiento a seguir sería
netamente sintomatológico, es decir, dependía enteramente de lo que yo le
dijera. Le hablé del dolor de espalda, del malestar generalizado, de la
carraspera incómoda. El médico todo lo apuntó y asintió siempre. En sus gestos
descubrí la experiencia del profesional que ya se ha enfrentado a muchos casos
similares y que, por tanto, sabe cómo tratarlos, qué medicamentos proporcionar,
en qué cantidad y a qué horas del día. Durante el último año han ganado
experiencia de la forma más dramática posible. Son ellos quienes se han
enfrentado a lo desconocido, al horror en varias de sus formas. Una visión algo
romántica, seguramente, pero no creo ser injusto al describirla de esta manera.
Mientras lo veía alejarse con la malla blanca que cubría su cabello me preguntaba
qué estrategias mentales usará él para no ceder al pánico, en qué ciclo de la
carrera de medicina le enseñaron a mantener la calma.
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Me parecía que había muchas personas a las que podía llamar
para comunicarles mi situación, mi estado de ánimo. Desde luego, mi presunción
era más una ilusión que una realidad, ninguna de esas personas tenía nombre o
rostro claro. Apenas unos cuantos rostros eran específicos y nítidos en mi
mente. Repasé sus nombres mientras deambulaba por mi nueva habitación. Solo uno
de esos cuantos nombres se volvió crucial, decisivo. Busqué el número de M., la
prometida de mi hermano, y le marqué. No recibí respuesta. Intuí que estaría
ocupada trabajando pese a que era domingo por la tarde. Es doctora, no tiene
horarios ni rutinas convencionales. De algún modo agradecí que el momento del
dialogo se haya pospuesto un poco: tuve tiempo para pensar exactamente lo que
le iba a decir, el favor que quería pedirle y que, por supuesto, ella realizaría
sin necesidad de que yo se lo solicite. Ahora entiendo que le hablé para
calmarme a mí mismo, para apaciguar la incertidumbre que comenzaba a cavar
fosas en mi interior.
Me devolvió la llamada a los pocos minutos. Estaba enterada
de mi situación, sabía dónde estaba. Enseguida le pedí que, en la medida de lo
posible, vele por mi hermano, se había quedado solo en casa, soportando la
preocupación de tener a dos familiares aislados. Lo imaginaba dando vueltas por
la sala, por la cocina, preparándose comidas a la carrera antes de que comience
el dictado de alguna clase online, preocupado por desinfectarlo todo y
revisarse los síntomas cruciales: la pérdida de olfato, el dolor de espalda, la
fiebre. Mientras le hablaba a M, mientras le explicaba de varias formas
innecesarias que mi hermano necesitaba algún tipo de ayuda, los ojos se me iban
empañando, los tenía vidriosos, hacía un esfuerzo para que la voz no se me cortara,
para suprimir el llanto de espanto que tenía atragantado en el pecho desde la
semana anterior. M. aseguró que velaría por mi hermano, me deseó lo mejor y volvió
a su trabajo.
Colgué y descubrí que la agitación en mi pecho estaba
desbocada, que el aire me había comenzado a faltar. Me acerqué a la ventana
para sentir el viento, pero el oxígeno no ingresaba a mi interior como siempre.
Algo había comenzado a fallar, mi instante de pánico apenas contenido había
desatado un síntoma alarmante. Es la misma sensación de ahogo que experimentas
cuando estás en la sierra y te cuesta respirar. Pero yo estaba en Lima, en el
llano, a pocos metros del mar, elevado 16 pisos sobre el asfalto, una altura
insignificante. Ese momento fue crucial. Entendí inmediatamente que, si me
dejaba llevar por el pánico, por la preocupación desmedida, agravaría mis
síntomas, podría terminar entubado o quien sabe cómo. Descubrí que el virus es también
una enfermedad emocional, corrompe tu organismo buscando alguna debilidad para
manipularla, potenciarla y hacerse así más fuerte, más nocivo. Desde ese
momento la cuarentena de catorce días se convirtió para mí en una batalla en
toda regla. En los días siguientes el virus iba a tratar por todos los medios
de hacerme perder el control de mis nervios y yo iba a desplegar una serie de
estrategias para impedírselo. Lo conseguí, al menos durante esos 14 días
decisivos de enfermedad. Durante los meses siguientes mi derrota será
estrepitosa y fulminante, terminaré hecho un guiñapo tembloroso y aterrado.
Pero esa es otra historia que hasta el día de hoy sigo viviendo día a día.
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Usé una primera estrategia. Eché mano de los recursos actorales que aprendí durante la adolescencia. Me dije a mí mismo que ese era el momento de poner en práctica todo mi estoicismo, o todo mi sentido de la despreocupación. Intenté pensar en cosas que me hicieran reír. No fue fácil. Estábamos en segunda vuelta presidencial y las redes y las noticias eran, además de un reguero de espanto, un campo de batalla entre extremistas de última hora y vanos profetas del apocalipsis peruano, de los dos había en los dos bandos. Ambos, profetas y extremistas, pueden tener tuppers o sombreros y matarse entre sí porque hacerlo por internet no cuesta tanto, por ahora. Contacté con un amigo, conversamos sobre las debacles peruanas y antes de que el pesimismo invadiera nuestro chat de WhatsApp, me preguntó cómo era la habitación, le envié unas fotos, me dijo que el lugar le parecía agradable. Su validación hizo que yo también quiera un poco más esas paredes. Comencé a caminar para verlas más de cerca.
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Cuantas personas han pasado por ahí antes que yo, me pregunté.
Y en la puerta, a un lado de las instrucciones sobre el uso de las instalaciones
que había dejado el Ministerio de Salud, encontré anotaciones hechas por
pacientes, un rezo, una plegaria para que todos los que pasen por ahí sean
bendecidos. Y, debajo, un mensaje pesimista escrito, intuyo, por una persona
joven, decía algo así como que todos se enferman, incluido dios, una alusión
vallejiana que no sé si fue hecha con conocimiento de causa. Me pregunté si yo también
debería dejar algún mensaje, adornar la puerta con otra frase al lado del
anuncio del Ministerio que las prohíbe. No se me ocurría ninguna, decidí
dedicar parte de los días siguientes a pensar en una frase oportuna y
significativa. No necesariamente para escribirla en la puerta o sobre algún
otro lugar de la habitación, pero sí para sintetizar pensamientos y sentires,
para distraerme y arrebatarle minutos al pánico, esa bestia silenciosa que me
esperaba agazapada.
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