Catorce días de mayo (partes 30-34)


Rear Window, Alfred Hitchcock


30

Con la cena siempre incluían un sobrecito con alguna infusión, a mí me había tocado manzanilla, té y anís. Lo sabía porque coleccionaba las envolturas de papel con la idea de practicar origami o fabricar avioncitos de colores que luego lanzaría por la ventana. Tenía la estúpida esperanza de que el avión terminara aterrizando en alguna habitación de la otra torre. Otro paciente lo recogería y lo lanzaría de vuelta, pero a otra ventana, y luego ese paciente continuaría lanzando el avioncito. El avioncito, en su ir y venir entre torres, entretendría a pacientes aislados, huérfanos de razones para sentirse felices. Un avioncito que iría de mano en mano, de ventana en ventana, como un pajarito muy frágil que va pidiendo migajas o una libélula obesa que ha perdido el sentido de la orientación, un avioncito con olor a manzanilla caliente. Ahora pienso que hubiera estado bien ensayar con los avioncitos. Si funcionaba, conforme el avioncito fuera visitando habitaciones, tendría una nueva frase escrita en su cuerpo, frases de ánimo, de aliento, de buenas vibras, todo eso que los pacientes teníamos que inventarnos como sea día a día, a cada instante.

 

 

31

Al respecto de ventanas, torres y pacientes, mis anotaciones hechas en mayo dicen lo siguiente:

¨ Desde mi ventana puedo ver las ventanas del otro edificio, cuadrados y rectángulos habitados por pacientes aislados. Me distraigo observando instantes y momentos precisos de sus vidas, sus maneras de ocupar los días y las horas. Algunos deambulan por su habitación, ordenan y reordenan sus cosas, reciben o hacen llamadas, ponen el celular apuntando al rostro y sonríen, se acercan más a la ventana para ser mejor iluminados por la luz del día y conversan, preguntan, responden y sonríen, a mis oídos llegan rezagos de sus voces. Otros, como yo, miran por su ventana, a veces al otro edificio, otras, las más, hacia el horizonte, hacia la ciudad que está detrás de mí, o al cielo que está a mis espaldas. Pienso que cada uno está viviendo esta enfermedad de modo distinto, que cada uno la siente y la padece de modo distinto, que el mismo virus se encarga de asomarse a cada organismo humano de forma distinta. Pienso que a todos nos une la necesidad de librar la misma batalla, de no ceder a la desesperación, a la desesperanza. Tenemos que encontrar formas de estar tranquilos, animados, es la única manera de defendernos. Quisiera atreverme a mirar detenidamente a alguna de las personas y saludarla agitando las manos, gritarle alientos, levantarle un puño, tal vez los dos y fortalecer su ánimo. No lo hago, por pudor, por sentido de la decencia, o quien sabe. Prefiero seguir observando. Es inevitable no sentirse como en una película de Hitchcock. Tal vez me equivoque porque por más que mire y mire, nunca voy a ser testigo involuntario de un crimen. Hay un virus, sí, lo llevamos adentro y podría acabar con nosotros, pero no sé si eso sería propiamente un crimen, un asesinato, tal vez sí, tal vez no, no lo sé, o, en todo caso, no sé cómo funcionaria la metáfora. Lo que sí sé es que, así como yo observo y elucubro especulaciones ociosas, los otros pacientes hacen algo similar, la atmosfera callada y solitaria de una habitación para aislarse hace propicia la abstracción, también el cielo de invierno, la ciudad que siempre está en movimiento, y las otras personas que habitan las torres. Sé que yo soy un componente más del panorama, otro elemento de la composición visual que otros contemplan día a día. A veces concentran su atención en el pequeño cuadrado de mi ventana, a veces me incorporan al lienzo general de ventanas abiertas y cerradas. Me agrada esa idea, la de no tener el privilegio voyerista de la observación, de ver una cosa con distancia y saber que yo también soy esa misma cosa. Soy un observador observado, un paciente diagnosticado, alguien que deambula por su habitación, que busca y ordena cosas, alguien que hace llamadas, pero no videollamadas. Alguien que bebe mucha agua tibia. Alguien que a veces se asoma a la ventana para que la luz del día ilumine mejor las páginas de las dos novelas que ha traído consigo. Alguien que escucha música y trata de moverse, de animarse, de distraerse. En suma, alguien, como otros, que busca sus formas personales de librar batalla¨

 

 

32

Leí Formas de volver a casa en el 2019, cuando compré la novela en el stand de Oceano de la Feria del Libro, la última Feria del Libro antes de la pandemia. En esa feria conocí a Emma, Emma es el nombre de la protagonista de la serie de terror que cierto día Emma y yo comentamos juntos. Preferiría ponerle su seudónimo original, pero es una frase algo extensa que puede terminar entorpeciendo este escrito, si es que ya no lo he entorpecido yo. Si Emma lee estas líneas, sabrá entenderme. La menciono porque probablemente Emma haya sido la última persona que conocí de una manera que solo podía darse en un mundo despreocupado por un virus y completamente ajeno a palabras como: cuarentena, nueva normalidad o protocolos de bioseguridad. Ya en el 2019 no era muy dado a entablar conversaciones espontáneas con personas desconocidas, pero con Emma fue diferente. Nos hablamos por la necesidad de ubicar la misma cola de espera para el mismo evento al que ambos nos dirigíamos. Hablamos nosotros dos y otras personas de la fila y, a la salida del evento, fuimos hasta su paradero. Emma y yo nos despedimos. No sería la última vez que la vería, pero sí una de las pocas. Luego, el año 2019 terminó entre conmociones políticas y amenazas lejanas de virus peligrosos. Para mediados de marzo del 2020 todo el Perú estaba confinado en sus viviendas aplaudiéndole por las ventanas a la policía, al ejército, al personal de salud, creyendo que esto solo duraría un par de semanas, o un par de meses, siendo pesimistas. Estamos en Enero del 2022, han pasado 3 años, y yo sigo sin saber si alguna otra vez podré volver a conocer a otra persona de la forma tan espontanea como conocí a Emma: diciendo ´hola´ rodeados de un tumulto despreocupado de personas.

 

 

33

El libro de Zambra, Formas de volver a casa, se puede leer o bien muy rápido o bien muy lento, saboreando la pertinencia de cada frase u oración bien colocada. Cuando lo abrí en la segunda o tercera noche de aislamiento, decidí leerlo de la segunda manera, pausado, con calma, hasta que las hojas no soportaran más el magnetismo de mis ojos fijos. Como tampoco es mi intención hacer una especie de análisis exhaustivo de la novela, coloco aquí una cita que me pareció y me sigue pareciendo elocuente respecto a mi situación de persona que se enfrentó a lo insospechado, que experimentó en carne propia lo frágiles que somos y que seguiremos siendo. Zambra hace alusión a un gran sismo, pero eso de ningún modo lo aleja de la situación pandémica que vive el mundo actualmente, al contrario, comunica experiencias similares entre catástrofes que nadie quiere vivir, que nadie quiere padecer.

¨Si había algo que aprender, no lo aprendimos. Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo. Pero entonces volvimos, sin más, a la vida de siempre¨.

Desde el primer día del internamiento de mi madre, comencé a caminar a diario con esa sensación, pensando que en cualquier momento todo podría venirse abajo. Y a veces, cuando abría la ventana de mi habitación del piso 16 y veía porciones de cielo, me imaginaba que verdaderamente estaba caminando sobre una cuerda, rodeado de aire y de vacío. Entonces emulaba el movimiento de equilibrista, ponía un pie detrás del otro y trataba de balancearme, de moverme sabiendo que un paso en falso podría acabar con mi vida. Una de esas veces, llegué al borde de la ventana, y miré el asfalto y estuve a punto de venirme abajo. Experimenté un mareo repentino, un sudor frio apareció en mi frente, en mi nuca. Solo pude cerrar la ventana, respirar hondo muchas veces y sentarme en la cama para iniciar el ritual de preparación de infusiones



34

La encomienda de mi hermano llegó al cuarto día, me la trajo a la habitación un joven vestido de blanco que no se preocupó en tocar la puerta, empujó, abrió, me entregó la caja sellada y se fue apurado. No tuve tiempo ni para darle las gracias. La caja tenía un papel bond adherido a su parte superior. El papel llevaba escrito mis datos y mi ubicación al interior de la villa. Todo con la letra estilizada de mi hermano. En la caja encontré jabones, toallas de mano, infusiones, bolsas de hoja de matico y menta, papel higiénico, un par de sandalias nuevas, galletas de animalitos, un tomatodo y unas hojas de afeitar. Nunca usé las hojas de afeitar, no sé por qué las solicité, quería rasurarme, pero muy pronto me di cuenta de que no valía la pena. Lo que hacía era prepararme matico en el vaso de plástico amarillo que había llevado conmigo. No tenía colador, no tenía azúcar, solo quedaba beberse la infusión de la forma más natural posible. Primero desperdigaba unas cuantas hojas al fondo del vaso, luego iba vaciando el agua hirviendo de mi tomatodo, lo dejaba reposar unos minutos y lo removía con una varilla delgada que nos daban siempre con las infusiones, parecía el palo de un chupetín sin chupetín. Yo tomaba mucho aire aspirando el vaho mentolado que despedía la superficie del agua. Me quedaba mirando esa porción de agua hirviendo, las hojas que flotaban en su superficie circular, las otras ramitas que buceaban y esos otros pequeños pedazos que habían anclado en lo más profundo del vaso. Sentía que de verdad me estaba tomando el agua que acababa de extraer de un estanque ancestral, de una laguna milenaria por la que flotan nenúfares y pequeños espíritus invisibles y danzarines. Entonces, cerraba los ojos, pensaba en el poder curativo de las hojas brindadas por la madre tierra, lo tomaba luego con lentitud, como si estuviera bebiendo una bebida milagrosa, el agua sagrada de alguna deidad pagana y poderosa. Así la bebía todos los días, sin colar. Muchas veces terminaba con hojitas diminutas en la garganta o restos de ramitas entre los labios. Sentía que había nueva vida vegetal naciendo de mis entrañas calientes, que había mucha vida en mi interior, mucha vida que no podrá ser eliminada tan fácilmente.


Estanque de nenúfares. Claude Monet



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