Catorce días de mayo (partes 25-29)


 


25

Llegué a mi habitación de la Villa Panamericana con una camisa polar afranelada que parecía propia de un leñador perdido en el Norte de América, debajo tenía la polera verde y aun debajo, un par de polos, también vestía un pantalón de buzo color gris y unas medias largas negras y nuevas. Con esa ropa me quedé siete de los catorce días. No me bañé en ninguno de esos días ni en los posteriores. Había una regla muy simple que todos los contagiados terminan por aprender de una u otra manera: Si contraes el virus no te bañes, menos con agua fría, la conmoción que genera el cambio brusco de temperaturas y la exposición al agua pueden agravar los síntomas, desatar un cuadro de pulmonía severa. Así tenías que quedarte, sucio y preocupado. Lo peor es que ni siquiera tenía el olfato disponible para comprobar la gravedad de mis olores corporales. Una tarde de esas quise preguntarle a una enfermera si sentía algún olor feo en mi cuerpo, pero no lo hice, el hecho de que oliera algo significaría un muy posible contagio, y lo último que quieren ellas es contagiarse por una pregunta inoportuna. Nadie se quitaría las mascarillas para satisfacer esa curiosidad. Lo mejor era suponer que los malos olores estaban ahí, ajenos a mi percepción. Tenía la nariz chata de adorno, algunas mañanas amanecía congestionado y otras con un exceso de frialdad en la punta de la nariz, me la frotaba para calentarla o para saber si el movimiento le arreglaba algún mecanismo oculto y volvía a recuperar mi preciado olfato. Tal vez sea uno de mis sentidos más sensibles, detecto olores que no están o que luego aparecen, detecto olores en las personas y decido mi afinidad con ellas guiado por esos aromas. Mi olfato descubre a los fantasmas por sus olores, a veces, cuando los huelo y los siento cerca, me hago el distraído y sigo haciendo mi vida, otras alerto a mi familia de una presencia metafísica, de una visita inesperada. No sé si alguna vez me han creído del todo, aunque he tenido la sensación de que sí. Durante esas dos semanas no pude oler fantasmas, así que nunca sabré si había algunos rondando los pasillos de las torres de la Villa Panamericana. Seguramente sí.

 

 

Shaka de Virgo


26

La forma como recibes información del mundo está alterada, atrofiada temporalmente, con dos sentidos inservibles sientes que hay parcelas de la realidad que nunca podrás aprehender. A mí me gusta el impacto que el olor tiene sobre todas las cosas y durante esos días esos impactos no existieron. Y después, cuando comencé a recuperar el olfato, sentí primero el olor de la humedad y luego, el de mi sudor impregnado en la piel. Durante semanas tuve el olfato confundido, el arroz olía a grasa y el pan, a aserrín mojado, las paredes olían a gasolina a combustible fósil, tal vez esto último se debía a que una parte de mí siempre ha querido incendiarlo todo. Lo que descubriría después es que en esta vida terrible que nos ha tocado vivir, todo siempre se está incendiando, y a veces no se necesita del fuego. El virus había incinerado dos de mis sentidos, me sentía como un caballero dorado atacado por el tesoro del cielo de Shaka de Virgo, ese poder extraordinario que le permite a Shaka destruir uno por uno los sentidos de sus contrincantes, hasta despojarlos de todo contacto con el mundo y atraparlos en una dimensión de la que nunca podrán salir. Quienes hayan visto Saint Seiya entenderán de lo que estoy hablando. Ciertamente me siento demasiado viejo haciendo mención a un anime japonés tan antiguo, tan pasado de moda.

 

 

27

Fue M. quien hizo aparecer el nombre de la Villa Panamericana, tenía colegas médicos que la recomendaban e incluso animaban a algunos contagiados a pasar su aislamiento ahí, oportunamente atendidos. La villa acepta solo casos leves, si es uno crónico, complicado y la saturación está muy disminuida, el paciente debe buscar apoyo en otra institución. Mi hermano tenía esta información y cuando la comunicó a la familia, nadie sabía qué responder. ¿Una institución del Estado?, ¿entregarle a mi madre a una institución del Estado? Con lo anquilosado y deficiente que es para muchas cosas… No estaba nada convencido. Nadie lo estaba, solo mi hermano. Y él, con su habitual espíritu enérgico, se encargó de convencernos, de comunicarse a los números pertinentes y empacar las cosas que mi madre necesitaría. Esa misma tarde la aceptaron y el taxi no tardó en llegar a la puerta de la casa. Yo me subí al vehículo con ella para contarle sobre mi afición literaria, quería hacerlo en ese momento, no sabía si iba a volver a verla con vida y no quería que partiera sin saber a qué se había estado dedicando su hijo durante los extraños días de cuarentena. Yo me bajé del taxi antes de que este ingresara a las instalaciones de la Villa Panamericana. Me despedí de mi madre con una especie de abrazo tembloroso, le puse mi voz más fuerte y decidida y le dije:¨ fuerza, madre, fuerza¨. Y cerré la puerta y me quedé de pie mirando como el taxi gris se alejaba por la pista formando parte de la larga procesión de automóviles que llevaban contagiados. Vi llegar dos ambulancias y una carroza fúnebre con un familiar que lloraba desconsoladamente. Vi a familiares haciendo fila en la puerta lateral, dejando fiambres, medicinas y abrigos para sus enfermos, para que se sanen y estén mejor y vuelvan pronto a casa. Pregunté cuál era el procedimiento para dejar encomiendas y un enfermero solo me señaló una hoja pegada con cinta de embalaje a un lado de la puerta. Le tomé una foto con el celular y luego volví a subirme al taxi. Volví a casa deseando con todas mis fuerzas que la vida de mi madre no terminara ahí, lejos de nosotros, lejos de sus personas queridas.

 

 

28

Cuando volví a casa después de dejar a mi madre internada, me encontré con que todo estaba desordenado en todas partes. Ropas tiradas por los muebles, poleras mal dobladas en las sillas, libreros semivacíos colocados en la cocina, el pasillo o el comedor, aspersores con alcohol y desinfectante perdidos entre rumas de papeles y documentos; colchones arrimados a una pared, bolsas con comida enlatada olvidadas en la mesa. Todo fuera de lugar, todo formando parte del vértigo de las últimas horas, parecía que un viento huracanado había pasado por la casa o que una banda de ladrones encapuchados había entrado para revolverlo todo, y llevarse lo más valioso. Eso tenía sentido, porque mi madre ya no estaba en casa. Todo lo que quedaba era un caos arrollador. La ausencia de madre nos desordena la vida, siempre nos desordena la vida, lo único que hacemos nosotros es aprender a vivir con ese desorden. Pero yo no quiero ese desorden cargado de angustia y miedo, y mi hermano tampoco. Por eso se puso a ordenarlo todo según su propia lógica y yo le ayudé tratando de seguirle el ritmo a su mente de arquitecto organizador de espacios. La casa quedó funcional y operativa, no me atrevería a decir que acogedora. De hecho, ya no parecía una casa, parecía un cuadro imposible de Escher. con cubos y formas en medio de cuadrados más grandes, armarios formando eles en la cocina, mesitas marrones encajadas entre sí, rumas de libros sacados y organizados en bolsas que parecían costales de basura. Por ese escenario desquiciado transitaríamos las dos semanas siguientes. A veces el espacio en que vivimos no proyecta otra cosa que el estado de nuestra vida interior.

 

 

29

Esa primera tarde de mover objetos pesados, comenzó mi dolor de espalda, lo atribuí al cansancio de dormir mal y de cargar con una tensión nefasta todas las horas del día. Olvidé el dolor todo lo que pude, hasta que comencé a tender ropa, y el dolor apenas me dejaba agacharme para coger prendas mojadas. Recuerdo que también estaba hirviendo en una olla kion, cebolla y limón, era la infusión que tomábamos desde hace muchos meses atrás. Cuando volví a la cocina para apagar la hornilla, me asomé a la olla para oler el aroma potente del kion, y no sentí ningún olor. Pensé que quizá lo había hervido demasiado o el kion había estado guardado demasiados días, probé oler otras cosas: el jabón, la toalla, el perfume, el desodorante. Nada, todo olía a nada. Cuando descubres que un sentido te ha dejado de funcionar, sientes y entiendes que hay muchas cosas de ti mismo que no controlas y que nunca podrás controlar. Trataba de sentir olores, trataba y era en vano, solo aumentaba mi consternación, es como querer echar a andar un vehículo que tiene todas las ruedas pinchadas, o correr huyendo sin poder moverte del mismo lugar. Es frustrante, alarmante, te hace sentir tonto y vulnerable, asumir de un solo golpe que en tu cuerpo están sucediendo cosas que no habías experimentado antes, cosas que pueden acabar con tu vida, porque si el virus acabó con un sentido, puede acabar con otro y otro, hasta acabar contigo y pasar al siguiente huésped. El síntoma se agravó cuando mi hermano vino a la cocina y dijo que el kion olía muy fuerte. Entonces yo me alejé, comencé a caminar en círculos por la sala, y cuando me sentí listo, con dos mascarillas puestas, le comuniqué a mi hermano los síntomas que tenía. Era un sábado a las nueve de la noche. Nadie vendría a esa hora a hacerme una prueba de descarte, la única posibilidad era contactar con el enfermero que atendía a domicilio y le había tomado la prueba de antígenos a mi madre. El problema era que el domingo se celebraba el día de la madre, parecía difícil convencerlo de venir a casa, pero lo convencí, no estaba dispuesto a permanecer mucho tiempo ahí exponiendo a mi hermano. El enfermero apareció a las 8 de la mañana. Cuando mis tíos vinieron a verme, yo ya sabía que estaba contagiado y estaba marcando el número de WhatsApp de la Villa Panamericana. Quizá por el día festivo conseguí que me recibieran pocas horas después. Llamé al mismo taxista que había llevado a mi madre y le dije que esta vez tenía que llevarme a mí. Me fui solo en el taxi, no quería que nadie de casa me acompañara. El taxista me aseguró de que en la villa estaría mejor, que la pasaría bien, y luego me dijo que era el día de la madre y que mi madre no estaba conmigo. Una obviedad que me incomodó, aunque sabía que las palabras del taxista no habían sido maliciosas. No esta, pensé, tal vez por eso estoy yendo a encontrarme con ella.



Relatividad. Escher
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