Catorce días de mayo (partes 18-24)
Crypte L05. bestarns |
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Mentir para salvar, todo lo que cuesta asimilar esa frase,
convencerse de su virtud decisiva y actuar en consecuencia. ¨Tengo que mentirte
para salvarte, madre¨, me decía una y otra vez y todas las veces en que tuve
que llamarla o comunicarme con ella haciéndole notar que todo seguía bien en
casa. La primera llamada fue la más difícil. No solo por mi voz dubitativa, también
porque mi hermano y yo habíamos olvidado que las mentiras de a dos necesitan
ciertos consensos y acuerdos preestablecidos para que las dos versiones encajen
a la perfección en la mente de la persona engañada. Mentir no solo es un
impulso natural, es también una construcción que amerita cierto grado de
intuición, de presentimiento, de planificación o de imaginación más a o menos
bien desarrollada. Así que, cuando mi madre me preguntó que íbamos a desayunar,
no supe qué contestarle porque no sabía que iba a desayunar mi hermano. Le dije
que avena con pan con queso porque fue lo primero que se me ocurrió. Luego, cuando
terminó la llamada, le dije a mi hermano que esa mañana él había desayunado
avena y pan con queso, que se olvidara de el pan con mantequilla y el café. Que
se convenciera de ello antes de que mi madre le hiciera la misma pregunta y
descubriera nuestro engaño, nuestra argucia para mantenerla a salvo.
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El mayor riesgo terminaba al décimo día, si hasta ese
momento no había desarrollado un síntoma grave, podíamos pensar que mi madre se
había salvado. Nuestra idea era ahorrarle las preocupaciones, ayudarla a
concentrar todas sus energías en su recuperación. Sabíamos que una angustia muy
fuerte, o una tristeza inconsolable solo agravarían sus síntomas. Yo lo había
comprobado en carne propia. Por eso estaba convencido que mentirle era lo mejor
que podíamos hacer y que solo yo, cuando estuviera internado cerca de ella,
podía contarle la verdad y calmarla, hacerle sentir en un abrazo o en una
mirada que todo estaría bien. Cada vez que hablaba con ella y sentía en el tono
de su voz la fortaleza que siempre la ha caracterizado, me calmaba, entendía
que estaba librando su propia batalla y que la estaba ganando con mucha
paciencia y serenidad, leyendo la biblia, el libro de cuentos americanos que le
presté y esos otros relatos míos a medio hacer que a última hora había decidido
imprimir en casa de mi prima. Se los metí en uno de los cierres de la mochila
que llevó consigo. Y cuando estábamos los dos en el taxi camino a su
internamiento le confesé que durante casi todas las semanas previas me había
dedicado a escribir, sobre todo de madrugada, envuelto en el frio, arrullado
por el sonido rítmico de las teclas machucadas. Ella me dijo en un gesto que lo
sabía, que por supuesto que lo sabía. Entonces sonreí porque por primera vez le
estaba compartiendo una de mis principales aficiones, intimas e impostergables.
Y solo después de habérselo compartido a ella, y a mi hermano y a una que otra
amistad inolvidable, puedo compartirlo abiertamente, con quien sea que pase sus
ojos por estas líneas sin nombre.
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Durante los días siguientes mi dolor de garganta pasó de una tos leve a un carraspeo sonoro y continuo. Tomaba cetirizina dos veces al día, un gramo de paracetamol cada ocho horas, y polvos para disolver la flema y, sobre todo, agua caliente, mucha agua caliente, tanto que creo que fue gracias a esa agua caliente que terminé por sanarme. Hay algo en el calor intenso, humeante, que te devuelve un poco la tranquilidad perdida. Mientras bebía agua hirviendo en un vaso de plástico imaginaba que ese calor extremo hacia arder porciones del virus atenazado en mi garganta, lo consumía hasta evaporarlo en partículas que luego yo exhalaba en una respiración profunda, en un tosido mal disimulado. También fue fundamental el matico, esa infusión de hierbas que, desde que llegó en la encomienda de mi hermano, no dejé de prepararme con una tranquilidad encomiable, como si fuera un anciano que ha vivido mucho y ya solo le queda sobrellevar las tardes que le queden tomándose las infusiones que más le gustan. Hay mucha dignidad en el hecho de no perder algunos rituales cotidianos, como la preparación de lo que bebemos, de lo que hacemos, o la construcción consciente de una idea nueva.
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Debió ser al tercer o cuarto día cuando tomé el siguiente
apunte en mi archivo:
¨La enfermera me pone cerca de la frente la pistola que
mide la temperatura y yo instintivamente cierro los ojos. Ella sonríe, no puedo
verle la sonrisa, pero sus ojos me hacen intuir que está sonriendo. Me quiere
preguntar por qué cierro los ojos cuando me mide la temperatura. Tengo miedo de
que me dispares y me mates, le digo. Y ella coge su instrumento como si fuera
una pistola y simula dispararme, nos reímos y yo me olvido un rato de la
angustia de los últimos días. Ahora es ella la que intuye mi sonrisa tras la
mascarilla. Y sí, no se equivoca porque no es verdad que le haya confesado mi
absurdo temor a disparos invisibles, pero haber supuesto que se lo decía me
divierte y me relaja. Se lo agradezco con la mirada, pero creo que no lo
entiende o tal vez soy yo el que no ha entendido ninguno de sus gestos¨.
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Ahora me parece que lo escribí como parte de las estrategias
que tejía mi mente para mantenerse a salvo de la angustia, de la posibilidad
muy presente de comenzar a desarrollar síntomas graves. Antes de irme a dormir sentía
que a la mañana siguiente podría despertarme con fiebre, con dolor punzante en
la garganta o con una considerable dificultad para respirar. Vivía con la
incertidumbre respirándome al oído, observándome desde las cuatro esquinas de
la habitación, esperándome echada a un lado de la cama pegada a la pared, infiltrándose
entre los sonidos de las canciones que escuchaba con los audífonos puestos. Cuando
los tosidos del paciente de la otra habitación se hacían más intensos y
frecuentes le subía todo el volumen y cerraba los ojos y me imaginaba en un
concierto esplendoroso o en una playa solitaria, abandonada por los humanos y
habitada por gaviotas enormes que tenían que hacer un esfuerzo considerable
para no aplastarme con sus largas patas que se enterraban en la arena mojada. Cangrejos
y muy-muy aturdidos huían desesperados de la gaviota y se subían a mi piel
seca, a mis brazos velludos, yo los veía, los veía, sentía el contacto helado
de sus extremidades gelatinosas y luego abría los ojos rascándome los brazos
con aprensión, preguntándome qué estaba sucediendo con mis ensueños, qué
energía siniestra estaba comenzando a alterarlos. En ese momento era una
pregunta sin respuesta, ahora, que he superado crisis de pánico y cierta
depresión extrema, sé de qué se trataba, ahora sé que, en situaciones como esa,
la bestia de mil patas y mil ojos comenzaba a asomar sus fauces voraces, su
hambre insaciable.
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La primera semana de mayo apareció en la puerta de la casa
un hombre disfrazado de blanco. Sentó a mi madre en una silla, sacó sus
aparatos, le introdujo una varilla en lo más profundo de la nariz y, mientras
esperaba los resultados, le preguntó a mi madre si estaba agitada, si tenía
alguna comorbilidad diagnosticada, las tiene, y diagnosticadas. El enfermero lo
pensó, se tomó su tiempo para decirnos lo que ya habíamos leído en sus gestos. ¨Ha
salido positivo, señora¨, dijo, y luego hizo una serie de recomendaciones que
nadie escuchó, pero que todos fingimos entender. Cuando el enfermero se fue, yo
intenté abrazar a mi madre y ella se alejó de mi para no contagiarme. Rompió en
llanto, se encerró en su habitación. Todos los de esa casa y los de la casa de
al lado, mis tíos, estábamos asustados, pensando en silencio que cosa
tendríamos que hacer. De pronto todos teníamos mascarillas en la cara, como si
todavía no fuera demasiado tarde para estar contagiados. Mi prima hizo unas
llamadas, mi hermano también, yo me agencié de unos pdf´s que encontré en una
cuenta de Twitter de una chica que había fijado un tweet con todos los pasos
que uno tendría que seguir de salir contagiado con covid-19. Imprimimos esas
hojas y las fichas en blanco para comenzar a medir periódicamente el nivel de
saturación, de presión, de grados de temperatura corporal. Comencé a buscar
centros de abastecimiento de oxígeno para estar prevenidos. No habíamos pensado
en la Villa Panamericana, nadie sabía bien de su existencia ni para qué servía
exactamente. Esa primera noche, en medio de la confusión generalizada, estuve a
punto de romper en llanto desconsolado, pero resistí como pude, me puse en pie
como pude y me tragué el llanto hasta cuando pude, hasta que las lágrimas
estallaron tiempo después, una noche fría de junio que difícilmente olvidaré.
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Luego llegó la primera madrugada después del diagnóstico.
Nadie durmió, no podíamos hacerlo. Echado en el colchón, sentía la presencia
despierta de mi hermano, la angustia revuelta con el viento que entraba por las
puertas abiertas. Una de las cosas que tiene el virus es que te hace pensar en
el aire, en el viento fresco y en la imperiosa necesidad de que circule por
todas partes, incluido tus pulmones. No hacía frio, o nadie estaba pensando en él,
o solo en la medida del impacto que podría tener en la salud de mi madre. Ella
estaba en la mejor habitación que teníamos en casa, la más ventilada, la más
grande, la que representaba lo mejor que podíamos ofrecerle en ese momento. Esa
noche yo no apagué la luz y, si estaba apagada, se debía a otras manos, a otros
dedos angustiados. Solo estaba prendida la luz de la sala principal y desde ahí
llegaba una penumbra que apenas alcanzaba a dibujar la silueta de mi puerta
abierta. Me revolvía en la cama batallando contra el pánico, buscando sueño
donde solo había miedo. Había visto a mi madre antes de irme a dormir, pensaba
encontrarla echada y frágil, pero la había encontrado sentada, erguida y
tomándose mucha agua caliente. Esa visión me reconfortó, justificaba todas las
esperanzas que tenía en ese momento. Pero no era suficiente, nada es suficiente
cuando la noche se parece a todo lo que no esperas. Yo miraba la puerta abierta,
la luz blanquecina que venía de afuera y pensaba y pensaba y me aturdía con
cada pensamiento, con todas las imágenes que fluían por mi mente desbocada. Veía
la puerta abierta y me parecía sentir el llamado de una voz remota, de
ultratumba. Yo me levantaría sintiendo el frio del suelo en mis pies desnudos,
caminaría contando los pasos, atravesaría la puerta y afuera descubriría un
pasadizo estrecho, larguísimo, de paredes pintadas de un blanco sucio, de
ladrillos desmoronándose por algunas grietas del enlucido. Yo había llegado a
ese callejón inmundo y sin fin, a ese pasadizo oscuro con olor a orina rancia, a vaho putrefacto; había comenzado a transitar por su espacio, por sus calles
desiertas, infestadas de bolsas reventadas, de masas negras, amorfas, podridas.
Me movía y veía los remolinos de empaques de golosinas, las botellas vacías de Inca
Kola rodando por el suelo sucio. Ese pasadizo larguísimo y siniestro suele
aparecer en mis sueños. A veces veo puertas repetidas en ambas paredes sin fin.
Puertas mugrientas y cerradas donde ningún humano habita. A veces, en una
pesadilla, trato de mantenerme quieto para no despertar a la bestia que puede
salir de cualquiera de las habitaciones. A veces me muevo con prisa forzando en
vano cerraduras llenas de herrumbre. Otras, piso aguas empozadas, y me resbalo
y caigo al suelo y descubro que hay un desagüe abierto en alguna parte. Las
ultimas veces, en las últimas pesadillas, toco algunas de las puertas y animo a
salir a quien quiera que se encuentre adentro, solo una vez he sentido que
alguien se mueve del otro lado, que arrastra cadenas y abre cerrojos. Y, cuando se dispone a abrir la puerta y revelar su aspecto, despierto de un golpe,
sobresaltado, agitado. Busco a tientas el tomatodo que me acompaña siempre,
bebo el agua si es que la tiene, o finjo hacerlo si está vacío. Me aferro al
agua, me echo y pienso que algún día le veré la cara a la bestia, al ser
sanguinolento y espectral, pero entonces ya no seré un guiñapo asustado, ya no
seré presa del pánico, ya no seré la marioneta que ha estado a su merced.
The Collektor |
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