Catorce días de mayo (partes 38-43)

 





38

Durante días la enfermera me había dado largas sobre el asunto de mi traslado de torre. Decía que dependía de los doctores, de la disponibilidad de habitaciones. El quinto día decidí adoptar una medida drástica. No soportaba más mentirle a mi madre sobre mis almuerzos con mi hermano o sobre las morisquetas de nuestra perrita. A veces me pedía fotos y tenía que inventarle la excusa de averías en mi teléfono para salir bien librado. A veces prefería no llamarla y escribirle solamente, porque el silencio que envolvía mi habitación podría alarmarla, podría haberme preguntado por qué no se escuchaba bulla en la casa y yo hubiera tenido que colgarle la llamada y ponerme a fabricar una nueva excusa. Era insostenible, inaguantable. Además, no me hacía sentir nada bien, me ponía un poco nostálgico, me sentía un poco miserable, descubría lo bien que se me daban las mentiras y me preocupaba. Y yo estaba en días donde podía hacer muchas cosas, menos preocuparme, ponerme triste, nervioso, angustiado. Eso me lo guardaría sin saber todavía que todo eso junto reventaría en mi interior semanas después. Yo llevaba cinco días internado, mi madre nueve y sus síntomas eran buenos, los esperables, controlables con medicinas y reposo absoluto. Era el momento oportuno para irme definitivamente de ese piso y tener, quizá, mejores compañeros de departamento. Lo conseguí diciéndole a la enfermera que mi madre estaba derramando lágrimas de angustia por mí, su hijo contagiado al que no podía ver. Por supuesto que eso no era verdad, pero ya que esos días había mentido bastante, una mentira más no me iba a acercar mucho más al infierno. El pase al imperio de diablo lo tengo asegurado desde hace tiempo. Horas después la enfermera vino a decirme que aliste mis cosas, que me iba en ese mismo momento a un departamento al lado de mi madre. Me paré de un brinco, guardé el vaso, los libros y los audífonos en la maleta, puse en bolsas la colcha afranelada, la almohada blanca; en la caja vacía de la encomienda metí mis zapatillas que había dejado de usar, y así me fui. De nuevo me sentaron en una silla de ruedas, y abandoné el lugar aferrado a mi mochila, como si mi mochila fuera un recién nacido frágil que acaba de venir al mundo cuando el mundo se está acabando.

 

 

39

En el trayecto fui mirando nuevos fragmentos de la vida al interior de los departamentos de contagiados. Personas compartiendo el agua caliente de un hervidor, con colchas sobre las piernas y gorros de lana bien ajustados. Otros conversaban en el comedor común, o veían televisión en el living que no tenía muebles. En cada comedor había una mesa, todas las mesas tenían señalados en los lados las letras correspondientes a cada habitación. Una vez que el personal encargado depositaba los alimentos, llamaban a los contagiados y los contagiados salíamos en procesión, o cada uno por su cuenta y tomábamos asiento y comíamos en el mismo comedor, o cogíamos los alimentos y nos encerrábamos en nuestras habitaciones. En los dos departamentos que me alojaron, los contagiados preferíamos comer por nuestra cuenta en nuestra habitación, el comedor era solo un lugar de depósito de alimentos o de recepción de visitas médicas diarias. Otros pacientes, sin embargo, aprovechaban las comidas para salir de su habitación, pasear por el departamento, sentarse en las sillas y conversar con sus colegas contagiados. Camino a mi nueva torre de aislamiento vi a varios contagiados conversar entre sí mientras se terminaban de beber sus infusiones o de masticar manzanas, plátanos o peras. Todos con sus dos mascarillas puestas, todos conversando con la voz baja, en susurros, como si los contagiados tampoco tuviéramos permiso de abrir bien la boca para hablar. Yo, con permiso o sin él, mantuve la boca cerrada muchos días, no hablé casi con mis compañeros de habitación, y, luego, terminaría por no hablar con nadie, solo con cierta presencia metafísica, con mi silla vacía y con las páginas en blanco.

 

 

40

Me instalé rápidamente en la nueva habitación, idéntica a la anterior. Abrí la ventana, me apoyé en el alfeizar, tomé un poco de aire fresco, luego marqué el número de mi madre, y le conté todo. Estuve lo más tranquilo posible, comencé preguntándole cómo se encontraba, qué había comido, que número marcaba su saturación. Su voz estaba tranquila, pero cansada, había interrumpido su siesta de media mañana, pero quería resolver el asunto lo más pronto posible. Me sorprendió que lo tomara con tanta calma, como si ya supiera lo que había estado pasando. De repente se debía a un efecto de los fármacos, pero agradecí su reacción. Le conté que estaba en el departamento al lado del suyo, y acordamos salir los dos al pasillo. Nos vimos, nuestro contacto duró un instante antes de que el personal de enfermería nos pidiera regresar a nuestras habitaciones. Ese instante fue suficiente para decirle con mi presencia y el brillo de mis ojos, que estaba contagiado, pero tranquilo, fatigado pero aliviado y contento de haberla visto de pie y mirándome con todo el amor del mundo.

Esa fue la primera vez en que me quedé dormido antes de la medianoche

 

 


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Madre superaba el día diez de contagio. Sus momentos más difíciles fueron los primeros 5 o 6, por las fiebres y los dolores musculares, luego experimentó un rechazo generalizado a la comida, sobre todo porque tenía que seguir una dieta estricta para disminuir el nivel de azúcar y aumentar sus defensas. Cuando el doctor vino a hacerme el chequeo de rutina, le conté que era hijo de la señora que estaba en el departamento de al lado y le pregunté como la encontraba, como la veía, sus comentarios fueron alentadores, tenía síntomas, pero eran todos controlables. Me preguntó cuáles eran mis síntomas. El dolor de espalda que en vez de disminuir parecía haber aumentado, la garganta anegada de flemas o de dolores punzantes y carraspeos continuos y la completa disfuncionalidad del olfato. Me aumentó la dosis de cetirizina, me recetó unos polvitos para diluir flemas (cuyo nombre también debería recordar) y me recomendó tomar mucha agua caliente y reposar. Todo lo dijo con cierto sonsonete bien aprendido, con cierta entonación confiada, algo desinteresada, como si estuviera seguro de que yo superaría la enfermedad, por mi edad, por mi buen aspecto, por mi forma de hacerle varias preguntas innecesarias.

 

 

42

Estaba en el piso 10, lo recuerdo bien. Esa noche, ya más familiarizado con los espacios y las dinámicas del lugar, fui a la cocina buscando el hervidor enorme donde se calienta el agua. No lo encontré. Ese departamento no contaba con ese hervidor que tanto me había servido los días previos. Dependía enteramente de las enfermeras y su disposición a traerme agua. Fueron muy consideradas, demasiado quizá, entraban a preguntarte si querías más agua caliente, aun cuando mi tomatodo seguía casi lleno, me hubiera gustado tener un tomatodo más grande o un hervidor. Esos días de encierro andaba de un lado a otro de la habitación con mi tomatodo aferrado, como si fuera un cura que transporta agua bendita. Aun hoy que ya luce el verano, cuando estoy demasiado ansiosos o mi mente divaga por parajes alarmantes, cojo mi tomatodo con agua, lo aferro a mi vientre como si fuera una vasija frágil y antigua y así me quedo muy de pie o muy echado respirando, tratando que la posición de mis manos aferradas a un elemento de este mundo me dé la calma suficiente para superar la oleada de ansiedad que amenaza con hacerme temblar, o llorar de pura impotencia.

 




43

Solo en esa segunda habitación, con más de una semana por delante de reposo y aislamiento, decidí abrir la novela de Kafka que había llevado y leerla concienzudamente. El castillo es una novela extensa y eso que está incompleta, como muchas otras obras del autor. Estaba más calmado, ya no tenía que pensar a diario en un sistema de mentiras que coordinaba con mi hermano. Podía concentrarme de lleno en una lectura que demanda atención y constancia. El primer párrafo me sigue pareciendo maravilloso, un ejemplo magistral de cómo abrir una novela y poner al lector en situación. La historia comienza narrando aquello que yo mismo hice una tarde de mayo: mudarme a un castillo, llegar cual forastero enfermo a otro ambiente y dejarme moldear por sus hábitos y recetas. Ahora vuelvo a mis apuntes de mayo hechos al respecto:

¨Comienzo a leer El Castillo de Kafka. El primer párrafo define maravillosamente bien la llegada de un forastero a un pueblo donde hay un castillo. Cuando el taxi me dejó aquí y miré las torres, pensé en ese fragmento y supe que había acertado en traer conmigo ese libro. Por supuesto que entre el castillo que describe Kafka y las torres que ahora me acogen, hay un mundo de diferencia, años y años de revolución industrial, diseño habitacional y relaciones de poder, pero eso no quita que me sienta como K, el personaje de Kafka, un forastero que desde que comienza el libro articula su vida y sus acciones en torno a ese castillo y la influencia decisiva que terminará teniendo en su vida, una novela sobre como entes inmanentes terminan reconfigurando la vida de quienes están bajo su influencia inevitable. En el libro de Kafka hay fatalidad y misterio, en mis 5 torres de aislamiento hay esperanza y misterio. En la capacidad narrativa de Kafka hay mil vidas y mil variantes que no caben siquiera en este párrafo, ni en 10 torres, ni en todos los castillos de Europa. Kafka me rebasa y me asombra, me saca de mí mismo y me alivia, su poder ficcional me deslumbra, me ayuda a sobrellevar estas horas extrañas¨.




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