Catorce días de mayo (35-37)

 

35

Al cuarto día llegó el ultimo paciente del departamento, éramos 3, estábamos completos. No coincidí con él hasta la hora del almuerzo. Fui a lavarme las manos y encontré su jabón, su cepillo y su pasta de dientes instalados en el baño que ahora compartíamos. Con sutileza me acerqué, lo saludé, le pregunté si esas cosas eran suyas, me dijo que sí. No necesité decirle nada más, de inmediato entendió que tenía que retirar sus cosas porque ese baño no era su baño, tampoco era mío, era un baño que nos estaba prestando el Estado peruano. Tal vez retiró sus cosas tan de inmediato porque quería generar cierta empatía, cierta camaradería masculina que reconozco muy bien porque siempre me irrita y me genera anticuerpos. O sea, anticuerpos actitudinales, no de esos que en ese momento estaban partiéndose a golpes con el virus.

El tercer paciente se sorbió la nariz, me preguntó: ¿Qué tal las cosas por acá, ah? Y en sus ojos descubrí ese gesto matonesco, digamos achorado, digamos soberbio y palomilla de la persona que asume que siempre tiene que actuar como si dominara la situación, o como si no le preocupara, como si todo fuera el momento previo a una gran chacota generalizada; como si la vida fuera una broma, o, más que una broma, la oportunidad imperdible de burlarse de alguien más. Yo actué como si fuera un loco que no lo había escuchado, que flotaba en algún ensueño sin sentido. O sea, no actué, me mostré tal cual soy. Si hubiera estado algo mejor o en pleno uso de mis facultades, hubiera actuado, intentado seguirle la corriente para conocerlo un poco, para saber qué pensaba o qué podía pensar o qué tan peligroso podía llegar a ser. Es, supongo, algo que me ha dejado la Sociología. Muchas veces he ejercido la profesión de esa manera insospechada: infiltrándome en actitudes que no me son propias para saber del otro y sus particularidades. Todo el mundo lo hace, por supuesto, pero creo que solo los sociólogos son más o menos conscientes de que lo hacen y por qué lo hacen. O no siempre, claro, sospecho que cada vez menos.

 

 

36

Al día siguiente al tipo lo descubrieron fumándose no se si un porro o un cigarro, pero el doctor le levantó la voz. Más tarde su nivel de saturación comenzó a descender y las enfermeras lo colocaron boca abajo y le recomendaron mantenerse en esa posición durante toda la noche. Luego no supe más porque me cambié de habitación. A veces me he preguntado por el tipo. Ahora creo que fumaba porque en el fondo sabía que no dominaba esta situación, que no podía hacerlo, sentía que esto era algo nuevo y amenazante, y encima, el idiota de al lado era un sano callado con quien no se podía hablar ni hacer chacota. No fue nada personal, de hecho, no es nada personal, durante los meses siguientes descubriré que hablar con las personas por el medio que sea es una de las grandes cosas que he desaprendido dramáticamente. Es decir, casi de un momento para el otro. Prefiero el silencio porque no sé cómo habitar el ruido. Que se callen todos, que se encierren a hablar con su voz interior y no jodan.

 

 


37

La última noche que pasé en ese piso fue la noche en que tuve los síntomas más fuertes o alarmantes: el anuncio de una fiebre, el dolor intenso en la espalda, en la garganta. Los medicamentos que había tomado durante el día habían mitigado los efectos adversos y ya podía hacer cosas como, por ejemplo, tener ánimos para ponerme a escuchar música. Al respeto de estos asuntos, mis apuntes de mayo dicen lo siguiente:

¨Tengo una incomodidad en la espalda, el aviso de un dolor intenso que nunca termina de aparecer. O aparece apenas, a veces se acerca más a un dolor considerable, como si algo se removiera entre mis músculos, creciera entre mis vertebras y quisiera explotar, liberarse, nacer o hacerme perecer. Pienso en esa imagen, en esa posibilidad. Un día me van a crecer alas, me digo y tarareo una parte de esa canción que cualquier fan de Radiohead reconocería de inmediato. Busco la canción en mi reproductor musical. Comienza la melodía y abro la ventana justo cuando las luces de las torres comienzan a encenderse. Me parece una señal de belleza y calma. Son las 5 y 30 de la tarde, el día sigue nublado y frio y la canción que escucho es triste, excesivamente triste, tal vez. Desaconsejable para quienes deben mantener el ánimo y la alegría. Pero a mí me tranquiliza, me hace sonreír, me recuerda que casi siempre termino sintiéndome bien con la tristeza, y que eso, de algún modo absurdo e inexplicable, es una fortaleza. A veces la nostalgia te da paz, te hace pensar que puedes estar bien así no estés feliz, así no sean días felices. Miro más allá, la ciudad ya exhibe su manto iluminado, el cielo se va oscureciendo sobre Villa el Salvador, espero la noche pensando en las reacciones químicas que están combatiendo mi dolor de espalda, mi fatiga muscular. Respiro, siento el aire fresco entrando en mi cuerpo, me alivia sentirlo, tenerlo de mi lado, disfrutarlo un día más. Sigo mirando el paisaje desde el décimo piso, la ciudad brilla, las torres brillan, la canción entra a su estribillo final, una canción que parece el sonido armónico de fotones y partículas dinamizando el mundo, agitando la vida. Miro mi habitación, el pequeño cuadrado que me refugia. Camino hacia el interruptor y enciendo la luz. Y enciendo mi luz¨.






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